Ella era una chica alegre. Su sonrisa aparecía con facilidad. Cada día se levantaba pronto para ir a trabajar como cualquier persona de su edad que seguía los estándares marcados por la sociedad occidental actual. Vivía cerca de Barcelona, en un ambiente de modernidad y con las necesidades básicas cubiertas. Le gustaba pasar todo el tiempo que podía con la gente que la rodeaba: sus amigos y su familia.

Pero su corazón era un espíritu libre. Cada vez que tenía ocasión de hacerlo, aprovechaba para descubrir otras culturas, otros países, otras gentes, otras tierras,… Sospechaba que su alma nómada estaba enjaulada en una sociedad sedentaria. En sus pensamientos abría la puerta de aquella jaula para huir volando de la rutina, de la vida que todos aprobaban. Quería aprender cada día y sentía que el mejor modo de hacerlo era sentarse con gentes de distintas culturas y dejar que compartieran todo lo maravilloso de sus vidas. La historia la apasionaba pero también se veía fascinada por las leyendas que todos los pueblos tienen y que ayudan a comprender este mundo tan injusto. Cuantos más pueblos conocía y más compartían éstos con ella, más convencida estaba de que tenemos mucho que aprender de culturas ancestrales.

Por ello, cada vez que tenía ocasión se iba a descubrir aquellas tierras lejanas. Había viajado de todos los modos posibles, marchando con un billete de ida y vuelta y una mochila y descubriendo el país sobre la marcha, con agencias de grupos reducidos e incluso había hecho algún circuito. Esta última forma de viajar era la que menos le gustaba, la falta de contacto con la población local la hacía sentir como si estuviera mirando una pecera. Pero los grupos reducidos que permiten el contacto con la población local de la mano de una agencia experta en la zona era la forma de viajar que más le gustaba. Especialmente si se trataba de viajes responsables y sostenibles que potenciaban la economía local de los países visitados.

Ese día se levantó a las siete como siempre. Era lunes. Fue a trabajar a su oficina con toda la normalidad. Le sobraba lunes. Le faltaba café. Estando sentada delante de su ordenador en la oficina miró por la ventana y vio sorprendida como el aire había tomado un color marronáceo. La luz del sol era apagada. Recordó la tormenta de arena del desierto delante de la Pirámide Roja en Egipto, donde el viento y la arena habían convertido el aire a un color dorado intenso. Prestó más atención. No se oía ningún ruido en la calle. No era habitual que a aquella hora no hubiera tráfico en una de las calles más transitadas de Barcelona. Salió al balcón extrañada y el aire dorado entró rápidamente a su oficina. Se tenía que cubrir los ojos porque la arena le golpeaba las córneas. De golpe, el aire se paró y, al abrir de nuevo los ojos, se lo encontró allí delante. Era una figura masculina. Alto y cubierto con una túnica, llevaba un turbante de color azul intenso. Sólo tenía al descubierto unas manos fuertes y la franja de los ojos. Se adivinaba una piel oscura y unos ojos negros como el carbón que miraban con una mezcla de dulzura y fortaleza. Ella se quedó quieta. El silencio seguía reinando en la ciudad pero el aire había recuperado la transparencia. Con un hilo de voz le preguntó a aquel hombre quién era. Él le respondió con una voz grave y profunda que era un hombre libre, un imoshag. Lo miró perpleja sin entenderlo y le vinieron a la cabeza las imágenes que había visto alguna vez en el desierto de los hombres azules, los Tuaregs. Enseguida recordó que Tuareg era una palabra que provenía de camino en árabe y que se había convertido en la palabra empleada para definir los pueblos nómadas que controlaban las rutas del desierto del Sáhara desde hacía siglos, pero que ellos mismos se denominaban imoshag. No entendía nada. Estaba asustada. Parecía que el mundo se había parado por un momento. Seguía sin haber nada de ruido en la ciudad y aquel Tuareg había aparecido de la arena. Sintió que sus fuerzas flaqueaban y perdió el conocimiento.

Cuando volvió a abrir los ojos ya no estaban en Barcelona. Estaba lejos de la civilización y enseguida se dio cuenta de que estaba en un desierto. Una hilera de dromedarios esperaba paciente en la carena de una pequeña duda mientras el sol caía en el horizonte. Inquieta, buscó una cara familiar y sólo pudo reconocer aquella mirada que había visto por última vez en su oficina. El Tuareg le tendió la mano y la ayudó a levantarse para conducirla hacia una tienda hecha de pieles de cabra. Por la noche, mientas cenaban alrededor de una hoguera, descubrió que iniciaba una travesía que la llevaría a atravesar todo el Sáhara con aquellos nómadas vestidos de azul. Debería estar asustada pero no lo estaba. La mirada de aquel hombre de azul le transmitía tranquilidad. Sus fuertes manos la guiaban en el camino. Era noche de luna nueva y durmieron bajo un cielo hipnotizante con incontables estrellas. Él le iba explicando cómo los suyos utilizaban las estrellas desde hacía siglos para guiar su camino a lo largo del desolador desierto.

En los siguientes meses fueron avanzando hacia el sur del continente africano hasta llegar a la costa. Atravesaron zonas pobladas por gentes de color con sonrisas infinitas y onas en las que no había un alma. Montañas, volcanes y grandes valles. Ríos caudalosos y ríos completamente secos. Árboles gigantes y pequeños matojos. Poco a poco el desierto fue dejando paso a tierras más fértiles hasta llegar a las grandes sabanas donde convivían todo tipo de animales. Pudieron ver grandes migraciones de manadas inacabables de herbívoros que levantaban una polvareda equivalente a la de una tormenta del desierto. Finalmente divisaron la costa de Mozambique, desde donde embarcarían en una faluca que los llevaría a su destino final, la isla de Madagascar.

El Tuareg había leído sus sueños y estaba decidido a conseguir que pudiera descubrir la maravillosa Gran Isla Roja. A lo largo de todo el viaje él le había enseñado elementos de la cultura tuareg que le habían resultado desconocidos hasta entonces. En innombrables ocasiones habían celebrado el rito del té en el que se toman tres tazas: la primera fuerte como el amor, la segunda amarga como la vida y la tercera dulce como la muerte. Con Madagascar a la vista y las ilusiones puestas en el destino final, quisieron compartir el último té del viaje. La fuerza de la primera taza se siguió del amargor de la segunda. Cuando empezaban a disfrutar de la dulzura de la tercera taza, una gran ola golpeó la faluca. Ella cayó y rodó de un lado a otro con las siguientes olas que embestían la pequeña embarcación. Cuando pudo recuperarse vio como su Tuareg caía por la borda y el azul de su túnica se fundía con el azul intenso del océano Índico. Quería llamarlo pero no conocía su nombre. Habían compartido el viaje más grande de su vida pero no lo podrían terminar juntos. Desolada, se dejó caer llorando sobre la pequeña tetera que había caído derramando la dulzura de aquel último y mortífero te sobre la madera mojada por el mar. En ese momento abrió los ojos y se incorporó respirando con agitación. Miraba a su alrededor asustada buscando la mirada penetrante de su Tuareg. Pero estaba sola. Todo había sido un sueño.

Ella era la Mi, que estuvo a punto de llegar a Madagascar de la mano del Tuareg en sus sueños. La gran isla roja se había resistido al encanto del gran hombre de azul que la guiaba en su imaginario. A veces aquello que soñamos se convierte en una realidad, ¿no creéis? ¿Descubrirá la Mi Madagascar con Tuareg?

madagascar con tuareg